“Siembra conmigo”.
Por: S.A. Domínguez
La semilla que Dios nos
dio fue la de la propia vida que se da de una vez y para siempre; una vida que al saberse amada, perdonada y
encontrada, hizo su propio proceso. Ciertamente, no fue algo apresurado, lleno
de superficialidades y devenires, sino aquel, en donde el silencio y la fe
adquirieron el sentido de lo sembrado como un “Siempre y como sea”. No sembramos
semillas de ideales, en cambio, preferimos los planes; no sembramos con semillas
de ilusiones vanas, por mucho certezas de un amor paciente que se gestaba en el
silencio del “Sí”, sujeto al temporal y a las terribles tempestades y sequías
que el porvenir nos presentaba ya desde entonces, un amor de tórtolos enamoradizos:
intentar decidir cada día.
La semilla que Dios nos
dio fue la del propio dolor; la de dos
historias que se aprehendieron al sentido de lo inconcebible, lo imposible; la
de los espinos y lo escabroso; de aquello que no está permitido, del
desconocimiento y de los contrastes. Ciertamente, no fueron momentos de
seguridad ni de ventajas, sino de incertidumbre y de dos voluntades puestas a
prueba en medio de la obscuridad, de lo no claro: entregarlo todo, sin condición
alguna.
La semilla que Dios nos dio
fue la de la alegría de vivir; no en
soledad, sino juntos, y no por una sola vida, sino para la eternidad; la del
amor que se responde perdonando y en simple ternura de amar al otro tal como
es. Ciertamente, cada amanecer juntos, piel con piel, en donde la respiración,
y nuestra poca y esencial naturaleza humana se funden como una sola carne, nos
exigen por siempre un “No” a lo que podría terminar por completo con el idilio
construido desde hace ya más de un vasto tiempo: somos tan humanos como
nuestras propias decisiones, tan humanos como nuestra propia fragilidad.
La semilla que Dios nos dio
fue la de la fe que se vive y se
comparte con los demás; una fe que sabe de realismo y del sacrificio diario sin
ambajes, que se alegra con el que sonríe y que llora con el que ha perdido
aquello que amaba. Ciertamente, tan grande don del Creador, no podría ser
compartido sin antes no “verter la miel sobre la propia vasija”, y que las
abejas tampoco harían su labor sin un fin mayor al de una simple y terrenal
unión esponsal: mantenerse fieles así hasta el final, aunque duela, aunque haya
dudas, aunque todo parece nublado, aunque hubiese otra historia por contarse.
La semilla que Dios nos
dio fue la del amor verdadero; de aquel que se construye y se disfruta cada día…por
eso siembra conmigo las semillas que Dios nos siga dando.